domingo, 20 de septiembre de 2009

La soledad de la lucidez...

El lúcido está condenado. Ha visto la realidad, y ha comprendido la banalidad de lo cotidiano, ha entendido el sin sentido de la mecánica del día a día. Así, pierde parte de su esperanza y su fuerza vital. Comprende que todo es relativo, y esta pérdida de objetividad lo amarga, lo deprime, debe sepultar la idea de una verdad, cierta en sí misma. Y así el lúcido se queda solo, aún estando en presencia de otros, él está solo. Sus pensamientos lo atormentan, ya no conoce el vacío, ignora la nada, no tiene tiempo para no pensar. Y en su soledad perturbada, todavía abraza una esperanza, piensa que puede tener compañía. Pero su problema es la idealización que genera en torno a las personas. El lúcido, que ve más allá, cree poder ver dentro de la persona, y así la dibuja, la concibe en su mente con conceptos erróneos, que acaban por derrumbarse, acrecentando su desilusión y su pérdida de la esperanza en la humanidad. Debe admitir su “estar solo”, debe resignarse a la isla que le toca habitar. El lúcido sufre más que nadie el amor, no por los dolores del amor en sí mismos, que para él son menudencias, sino porque debe admitir el error, debe ver a una persona mostrarse diferente de cómo se la creía, debe ver de nuevo la soledad a los ojos. Y así va dejando morir las esperanzas, entiende que jamás encontrara lo que busca, que su búsqueda será inconclusa, que su mitad no existe. El lúcido debe asumir que está en realidad solo, y que aunque se rodee de la mejor compañía jamás dejará de estarlo. En este silencio de la derrota, en esta calma de rendición es donde el lúcido asimila su pérdida, donde comprende que no importa cuánto haga o cuanto se esfuerce, por su naturaleza, el está solo.


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